Día 93: Sansón
INTRODUCCIÓN
Continuamos con el Libro de Jueces el día de hoy. Ya por el tiempo que nos resta no vamos a leer más de Rut. Hemos cumplido con esto de leer estos cuatro capítulos porque ¿qué era lo importante de aprender? Lo bello que es la fidelidad a Dios, lo bello que es la familia para el ser humano, cómo Dios nos premia cuando somos fieles con Él y, en contraste, tenemos a los jueces, que tiene que haber un juez que le recuerde al pueblo de su fidelidad. Y, aun así, el pueblo sigue fallando cada vez que muere este juez.
Ayer veíamos algo impresionante, a Abimelec que hace que sus hermanos mueran para él poderse coronar. Y vamos a ver que vienen otros jueces como Yahir —que sabemos un poco de él— y otros que, como Tola —que sabemos muy poco de él— parece que no hizo algo que marcara la vida del pueblo. Y algo que tenemos que rescatar aquí es que Yahir compró para cada uno de ellos un asno y tuvo que darse un espectáculo. Ver salir de Galaad a estos 30 muchachos montados en asnos. Y quisiera hacer aquí una nota especial porque tenemos que notar que ellos están demostrando prosperidad, pero ¿cuál es el propósito? ¿No sé cuál será? Hay afluencia, pero ¿en qué influye todo esto? No sé, y también el estar montados en asnos da cierto prestigio, pero ¿dónde está el poder? ¿para qué sirve todo esto? Y, en este tiempo, montar en un asno era señal de prosperidad, era algo que para una persona denotaba que era rico, que tenía un asno y podía montar en él. Y vamos a ver más adelante que Jesús entra también montado en un asno. Y nos lo vamos a disfrutar cuando lleguemos allí porque está en el capítulo noveno de Zacarías que dice: “Mira, alégrate mucho Hija de Sión, que aquí viene tu rey, vendrá a ti, justo y salvador humilde cabalgando en un asno, sobre un burrito, hijo de asna” Pero lo que realmente se quiere mostrar es que Jesús era humilde porque, a pesar de que cabalgaba en un animal que solamente montaban los reyes o la gente importante, si él fuera rey o no, no tenía ninguna presunción. Él quería entrar sobre ese pollino sentado en él a Jerusalén. Y lo único que interesaba era hacer la voluntad de su Padre. No le interesaba mostrar la riqueza, la opulencia o la afluencia o influencia que tenía sobre los demás o el prestigio o el poder. Él simplemente quería cumplir la voluntad de su Padre porque era lo que siempre lo acompañaba, lo que siempre había en mente.
Vamos a ver qué pasa con los jueces, si siguen queriendo cumplir la voluntad de Yahvé o no. Así que estaremos leyendo Jueces, capítulos 12 al 15 y el Salmo 146. Este es el día 93. Empecemos.
ORACIÓN INICIAL
Padre de amor y misericordia, Tú que haces elocuente la lengua de los niños, educa también la mía e infunde en mis labios la gracia de tu bendición, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y a ti te invito para que pidas al Espíritu Santo que abra nuestra mente y nuestro corazón para que podamos gozarnos de la palabra de Dios hoy en nuestras vidas.
PUNTOS CLAVES
Tenemos el final de la vida de muchos jueces y Dios sigue suscitando más y más jueces, más y más jueces. Y llegamos a uno extremadamente famoso. Llegamos a Sansón, un hombre que es conocido por su fuerza, pero parece que ni él mismo sabe todavía la fuerza que tiene. Es el cumplimiento de una promesa a una mujer estéril. Se le promete que se le dará un hijo y este hijo se convierte ahora en una fuerza para el pueblo de Israel.
Tenemos que darnos cuenta de que Dios siempre busca a los que todo el mundo ha olvidado, a los que parecen que ya no tienen nada que hacer, y a estos los eleva, les da la gloria y el poder que le pertenecen a Él. No para ponerlos a ellos altos sino para que nos demos cuenta de lo grande y bondadoso que es Yahvé con el pueblo.
Vamos a seguir descubriendo cómo, aunque el pueblo es esclavo por los filisteos, ya llevan 40 años de esclavitud y esto porque se ha repetido la idolatría una y otra vez, una y otra vez Dios no nos olvida. Dios los va a librar de sus peores enemigos. Y vamos viendo cómo el nacimiento de Sansón se convierte en esta gran alegría para el pueblo, aunque ellos aún no lo saben, nos damos cuenta de que el anuncio del nacimiento de Sansón es hecho por un ángel. Dios va señalando desde antes de que naciese, que esto es un milagro para, no solo la pareja, sino para todo el pueblo, pues Dios va a levantar a este niño para hacer una tarea gigantesca que no se imaginan y es la liberación de Israel. Pues, ellos han estado afligidos. Han sido entregados en manos de los filisteos. Y todo ¿por qué? porque han pecado, porque se han alejado de Yahvé. Así que, el ángel del Señor se le aparece a la madre de Sansón y le dijo que su hijo debería ser un nazireo, es decir, un consagrado al Señor. Entonces no debe consumir bebidas alcohólicas o fruto de la vid y debe mantenerse con el cabello largo, no se lo debe cortar. Es la segunda característica que debe tener. Y el nazireo no debía acercarse a un cadáver, no debía haber ninguna exigencia sobre él para hacer estas cosas porque la prioridad está en que él cuida a su familia, pues Sansón era nazireo, era un hombre consagrado a Dios y éste tenía que ser el secreto de su éxito, para que él pudiera llegar al fin, para que él pudiera tener una relación con Dios, pues debería consagrarse a Él de una manera especial, de una manera exclusiva.
Yo a veces me pregunto si tú y yo nos consagramos a Dios de manera exclusiva o si hacemos cosas que están lejos del ser consagrados a Dios porque gracias a que nos consagramos a Él —muchos hacen la consagración incluso a la Virgen María, para tener una relación con Dios diferente— y de esta manera decimos: “Señor, al consagrarme a ti quiero que Tú hagas morada en mí, quiero de esta manera que tu fortaleza divina esté en las luchas de mi vida para ayudar a otros a que encuentren la libertad”.
Tal vez tú hoy podrías ser una de esas personas que se consagran a Dios para ayudar a los débiles, para invitar a los demás a escuchar y a poner en práctica las palabras del Señor y para decirle a los demás que ellos también pueden ser fortalecidos por Dios, porque la fuerza de Dios es poderosa y alcanza para todos.
Pidámosle hoy una vez más al Señor que, en el secreto de tal vez nuestros fracasos o de nuestras debilidades, Él nos haga fuertes, que Él nos ayude a ser hombres y mujeres que se glorían en Yahvé, en el Señor. Y que, más que buscar nuestro propio beneficio, busquemos el beneficio de todos aquellos que hoy se encuentran cautivos, agobiados, tristes, solos. Que nuestras fuerzas alcancen para liberar a otros y de esta manera disfrutar de la bendición de Dios en nuestras vidas.
ORACIÓN FINAL
Pero antes de despedirme quiero que por favor ustedes oren por mí, para que siga siendo fiel a este ministerio que se me ha confiado, para que pueda vivir con fe lo que leo y lo que comparto con ustedes a diario, para que pueda enseñar la verdad y para que yo también pueda cumplir lo que he enseñado. Y que la bendición Dios Todopoderoso que es Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ustedes y los acompañe siempre. ¡Que Dios los bendiga!
PARA MEDITAR
¿Has sentido el llamado del Señor a consagrarte a Él de una manera especial para el servicio a los hermanos más necesitado?
Te recomendamos hacer la preparación para la consagración total a Jesús por María. La preparación dura 33 días, la consagración se hace en una fiesta mariana y se renueva cada año.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Jc 13
332 Desde la creación (cf. Jb 38, 7, donde los ángeles son llamados "hijos de Dios") y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf. Gn 3, 24), protegen a Lot (cf. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (cf. Gn 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf. Gn 22, 11), la ley es comunicada por su ministerio (cf. Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf. Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf. Jc 13) y vocaciones (cf. Jc 6, 11-24; Is 6, 6), asisten a los profetas (cf. 1 R 19, 5), por no citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y el del mismo Jesús (cf. Lc 1, 11.26).
Jc 13, 18
206 Al revelar su nombre misterioso de YHWH, "Yo soy el que es" o "Yo soy el que soy" o también "Yo soy el que Yo soy", Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como el rechazo de un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el "Dios escondido" (Is 45,15), su Nombre es inefable (cf. Jc 13,18 ), y es el Dios que se acerca a los hombres.
Sal 146, 3-4
150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).
(Todas las citas están tomadas del Catecismo de la Iglesia Católica disponible en línea en el sitio web del Vaticano. https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html)
COMENTARIOS ADICIONALES
Celebración de la Penitencia con el Acto de Consagración al Corazón Inmaculado de María. Homilía del Santo Padre Francisco. Basílica de San Pedro. Viernes, 25 de marzo de 2022.
En el Evangelio de la solemnidad que hoy celebramos el ángel Gabriel toma la palabra tres veces y se dirige a la Virgen María.
La primera vez, al saludarla, le dice: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28 ). El motivo de esta alegría, la causa de este júbilo, se revela en pocas palabras: el Señor está contigo. Hermano, hermana, hoy puedes oír estas palabras dirigidas a ti, a cada uno de nosotros; puedes hacerlas tuyas cada vez que te acercas al perdón de Dios, porque allí el Señor te dice: “Yo estoy contigo”. Con demasiada frecuencia pensamos que la Confesión consiste en presentarnos a Dios cabizbajos. Pero, para empezar, no somos nosotros los que volvemos al Señor; es Él quien viene a visitarnos, a colmarnos con su gracia, a llenarnos de su alegría. Confesarse es dar al Padre la alegría de volver a levantarnos. En el centro de lo que experimentaremos no están nuestros pecados, están, pero no están en el centro; sino su perdón: este es el centro. Imaginemos que en el centro del Sacramento estuvieran nuestros pecados: casi todo dependería de nosotros, de nuestro arrepentimiento, de nuestros esfuerzos, de nuestros afanes. Pero no, en el centro está Él, que nos libera y vuelve a ponernos en pie.
Restituyamos el primado a la gracia y pidamos el don de comprender que la Reconciliación no es principalmente un paso que nosotros damos hacia Dios, sino su abrazo que nos envuelve, nos asombra y nos conmueve. Es el Señor que, como con María en Nazaret, entra en nuestra casa y nos trae un asombro y una alegría que antes eran desconocidos: la alegría del perdón. Pongamos en primer plano la perspectiva de Dios: volveremos a descubrir la importancia de la Confesión. Lo necesitamos, porque cada renacimiento interior, cada punto de inflexión espiritual comienza aquí, en el perdón de Dios. No descuidemos la Reconciliación, sino redescubrámosla como el Sacramento de la alegría. Sí, el Sacramento de la alegría, donde el mal que nos hace avergonzarnos se convierte en ocasión para experimentar el cálido abrazo del Padre, la dulce fuerza de Jesús que nos cura y la “ternura materna” del Espíritu Santo. Esta es la esencia de la Confesión.
Y entonces, queridos hermanos y hermanas, vamos a recibir el perdón. Vosotros, hermanos que administráis el perdón de Dios, sed los que ofrecen a quien se os acerca la alegría de este anuncio: Alégrate, el Señor está contigo. Ninguna rigidez, por favor, ningún obstáculo, ninguna incomodidad; ¡puertas abiertas a la misericordia! En la Confesión, estamos especialmente llamados a encarnar al Buen Pastor que toma en brazos a sus ovejas y las acaricia; estamos llamados a ser canales de la gracia, que vierten el agua viva de la misericordia del Padre en la aridez del corazón. Si un sacerdote no tiene esta actitud, si no tiene estos sentimientos en el corazón, mejor que no vaya a confesar.
El ángel habla a María por segunda vez. A ella, sorprendida por el saludo recibido, le dice: «No temas» (v. 30). Primera palabra, «El Señor está contigo»; segunda: «No temas». Vemos en la Escritura que, cuando Dios se presenta a quien lo acoge, le gusta pronunciar estas dos palabras: no temas. Se lo dice a Abrán (cf. Gn 15,1), se lo repite a Isaac (cf. Gn 26,24) y a Jacob (cf. Gn 46,3), y así sucesivamente, hasta José (cf. Mt 1,20) y María: no temas, no temas. De este modo nos brinda un mensaje claro y consolador: cada vez que la vida se abre a Dios, el miedo ya no puede convertirnos en sus rehenes. Porque el miedo nos aprisiona. Tú, hermana, hermano, si tus pecados te asustan, si tu pasado te inquieta, si tus heridas no cicatrizan, si tus continuas caídas te desmoralizan y parece que has perdido la esperanza, por favor, no temas. Dios conoce tus debilidades y es más grande que tus errores. Dios es más grande que nuestros pecados, es mucho más grande. Te pide una sola cosa: que tus fragilidades, tus miserias, no las guardes dentro de ti; sino que las lleves a Él, las coloques ante Él, y de motivos de desolación se convertirán en oportunidades de resurrección. ¡No temas! El Señor nos pide nuestros pecados. Recuerdo la historia de aquel monje del desierto, que había dado todo a Dios, todo, y llevaba una vida de ayuno, de penitencia y de oración. El Señor le pedía más. “—Señor, te he dado todo —le dijo el monje—, ¿qué falta? —Dame tus pecados”. Eso nos pide el Señor. No temas.
La Virgen María nos acompaña; ella misma entregó a Dios su desconcierto. El anuncio del ángel le daba serias razones para temer. Le proponía algo impensable, que iba más allá de sus fuerzas y que ella sola no hubiera podido manejar; habrían surgido demasiadas dificultades: problemas con la ley mosaica, con José, con las personas de su pueblo y con su gente. Todas estas son dificultades, no temas.
Pero María no presentó objeciones. Le fue suficiente ese no temas, le bastó la garantía de Dios. Se aferró a Él, como lo queremos hacer nosotros esta tarde. Porque a menudo hacemos lo contrario: partimos de nuestras certezas y sólo cuando las perdemos acudimos a Dios. La Virgen, en cambio, nos enseña a comenzar desde Dios, con la confianza de que así todo lo demás nos será dado (cf. Mt 6,33). Nos invita a ir a la fuente, ir al Señor, que es el remedio radical contra el miedo y el dolor de vivir. Lo recuerda una bella frase, colocada sobre un confesionario aquí en el Vaticano, que se dirige a Dios con estas palabras:«Separarse de ti es caer; volverse a ti, levantarse; permanecer en ti es hallarse firme» (cf. S. Agustín, Soliloquios I,3).
En estos días siguen entrando en nuestras casas noticias e imágenes de muerte, mientras las bombas destruyen las casas de tantos de nuestros hermanos y hermanas ucranianos indefensos. La guerra atroz que se ha abatido sobre muchos y hace sufrir a todos, provoca en cada uno miedo y aflicción. Experimentamos en nuestro interior un sentido de impotencia y de incapacidad. Necesitamos escuchar que nos digan “no temas”. Pero las seguridades humanas no son suficientes, es necesaria la presencia de Dios, la certeza del perdón divino, el único que elimina el mal, desarma el rencor y devuelve la paz al corazón. Volvamos a Dios, volvamos a su perdón.
El ángel vuelve a hablar por tercera vez. Ahora le dice a la Virgen: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti» (Lc 1,35). «El Señor está contigo», «No temas», y la tercera palabra es «El Espíritu Santo descenderá sobre ti». Es así como Dios interviene en la historia: dando su mismo Espíritu. Porque en lo que es importante nuestras fuerzas no son suficientes. Nosotros solos no logramos resolver las contradicciones de la historia, y ni siquiera las de nuestro corazón. Necesitamos la fuerza sabia y apacible de Dios, que es el Espíritu Santo. Necesitamos el Espíritu de amor que disuelve el odio, apaga el rencor, extingue la avidez y nos despierta de la indiferencia. Ese Espíritu que nos da la armonía, porque Él es la armonía. Necesitamos el amor de Dios porque nuestro amor es precario e insuficiente. Le pedimos al Señor muchas cosas, pero con frecuencia olvidamos pedirle lo más importante, y que Él desea darnos: el Espíritu Santo, es decir, la fuerza para amar. Sin amor, en efecto, ¿qué podemos ofrecerle al mundo? Alguien ha dicho que un cristiano sin amor es como una aguja que no cose: punza, hiere, pero si no cose, si no teje y si no une, no sirve. Me atrevería a decir que no es cristiano. Por eso es necesario obtener del perdón de Dios la fuerza del amor, obtener ese mismo Espíritu que descendió sobre María.
Porque, si queremos que el mundo cambie, primero debe cambiar nuestro corazón. Para que esto suceda, dejemos hoy que la Virgen nos tome de la mano. Contemplemos su Corazón inmaculado, donde Dios se reclinó, el único Corazón de criatura humana sin sombras. Ella es la «llena de gracia» (v. 28) y, por tanto, vacía de pecado; en ella no hay rastro del mal y por eso Dios pudo iniciar con ella una nueva historia de salvación y de paz. Fue allí donde la historia dio un giro. Dios cambió la historia llamando a la puerta del Corazón de María.
Y hoy también nosotros, renovados por el perdón, llamemos a la puerta de ese Corazón. En unión con los obispos y los fieles del mundo, deseo solemnemente llevar al Corazón inmaculado de María todo lo que estamos viviendo; renovar a ella la consagración de la Iglesia y de la humanidad entera y consagrarle, de modo particular, el pueblo ucraniano y el pueblo ruso, que con afecto filial la veneran como Madre. No se trata de una fórmula mágica, no, no es eso; sino que se trata de un acto espiritual. Es el gesto de la plena confianza de los hijos que, en la tribulación de esta guerra cruel y esta guerra insensata que amenaza al mundo, recurren a la Madre. Como los niños, cuando están asustados, que van con su madre a llorar, a buscar protección. Acudamos a la Madre, depositando en su Corazón el miedo y el dolor, y entregándonos totalmente a ella. Es colocar en ese Corazón limpio, inmaculado, donde Dios se refleja, los bienes preciosos de la fraternidad y de la paz, todo lo que tenemos y todo lo que somos, para que sea ella, la Madre que nos ha dado el Señor, la que nos proteja y nos cuide.
Los labios de María pronunciaron la frase más bella que el ángel pudiera llevar a Dios: «Que se haga en mí lo que tú dices» (v. 38). La aceptación de María no es pasiva ni resignada, sino el vivo deseo de adherir a Dios, que tiene «planes de paz y no de desgracia» (Jr 29,11). Es la participación más íntima en su proyecto de paz para el mundo. Nos consagramos a María para entrar en este plan, para ponernos a la plena disposición de los proyectos de Dios. La Madre de Dios, después de haber pronunciado el sí, afrontó un largo y tortuoso viaje hacia una región montañosa para visitar a su prima encinta (cf. Lc 1,39). Fue deprisa. A mí me gusta imaginar a la Virgen siempre así, apresurándose. La Virgen que se apresura para ayudarnos, para protegernos. Que Ella tome hoy nuestro camino en sus manos; que lo guíe, a través de los senderos escarpados y fatigosos de la fraternidad y el diálogo, lo guíe por el camino de la paz.
(Tomado del sitio web del Vaticano. Accesado el 4 de abril de 2022. https://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2022/documents/20220325_omelia-penitenza.html)